martes, 1 de noviembre de 2011

VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES


Lo primero para entender la violencia contra las mujeres es entender, aunque sea someramente, lo que es la violencia simplemente.

Nacemos agresivos. No nos asustemos de la palabra, porque la agresividad es un instinto natural en los animales. Como nosotros tenemos una importante base biológica animal, tenemos por tanto agresividad. Al igual que la fiebre es una defensa de nuestro organismo contra la agresión externa de otros organismos más pequeños, la agresividad es la defensa que la naturaleza ha puesto en los seres vivos para defenderse tanto con carácter individual como de especie frente a las agresiones de otros. Es, sin embargo, una estrategia más entre otras: la defensa por simulación, por astucia o por huida son otras estrategias animales o humanas para escapar a una agresión. Entre los animales y entre los humanos son agresivos los machos y las hembras, que, según la especie, defenderán solos, en pareja o en grupo, determinados intereses biológicos: la camada, el territorio, los recursos. Hasta aquí no hay nada bueno ni malo, nada reprobable ni moral ni socialmente.

Hemos dicho que nacemos agresivos por naturaleza. La agresividad es una energía que puede emplearse humanamente fuera del fin primero para el que se destina, igual que la energía sexual guía un instinto biológico, pero destinamos muy buena parte de esa energía potentísima a otros fines. Agresividad y sexualidad en un mundo socializado ponen su fuerza enérgica al servicio del trabajo, de la creación de estructuras, del arte, del deporte, etc. Destinamos esas energías excedentes en nuestro organizado mundo social y simbólico a cosas positivas, a la construcción y al bien. Pero también las podemos emplear en cosas menos nobles. Ahora lo vemos.

Entonces, ¿qué es la violencia? Es la energía humana agresiva pervertida. Es decir, aplicada innecesariamente y a fines destructivos. Entre iguales de verdad, puede haber agresividad, cuando esos iguales se disputan un bien que ambos creen que les pertenece. Dos hermanos que pelean por un juguete no son violentos, pero pueden ser muy agresivos. Cuando uno de los dos ha conseguido el juguete, por ejemplo, y sigue pegándole al hermano acaba de descubrir la violencia, porque ha descubierto una desigualdad, o sea, que él es más fuerte y, al sentirse superior en algún sentido, aunque sea en algo tan simple como el tamaño físico y la fuerza, se complace en la dominación del otro. (El asunto, desde luego, se hubiera solucionado antes de este descubrimiento si hubiera intervenido una ley superior que hubiera tomado decisiones, como la intervención de un adulto).

La violencia sólo se puede ejercer en la desigualdad. La violencia es un ejercicio de poder. Mediante la agresividad podemos defendernos de las intrusiones y de los ataques de otros contra lo que es legítimamente nuestro; mediante la violencia nos apropiamos de lo que no es nuestro y nos complacemos en el sometimiento del otro, porque es inferior o al menos no igual a nosotros. Saber estas diferencias es importante, porque conociéndolas, como seres humanos que somos, podemos controlar esta energía que tenemos y que se puede volver negativa en cualquier momento. Visto esto y si lo han comprendido, podemos pasar a la violencia específica contra las mujeres.

El sistema social más antiguo que se conoce es el patriarcado. Este sistema se basa en unos principios no escritos –al menos en la Prehistoria y en la Historia Antigua, excluyendo al Génesis– unos principios muy simples que son de fácil comprensión.

La especie humana está representada por un elemento activo que es el varón.
La mujer en la especie humana no es propiamente humana, sino que es un medio reproductivo para el varón.
El varón produce la civilización y la cultura, separando cuidadosamente sus funciones biológicas reproductivas de sus labores culturales, políticas, laborales, artísticas, etc.

La mujer pertenece a la Naturaleza de la que nunca se ha despegado, por lo cual se la llama a veces con el mismo nombre que a sus congéneres animales: hembra. Su mundo es el de la naturaleza.

La mujer es la hembra reproductiva, pero, en un momento más avanzado culturalmente, se convierte en objeto de placer, lo que divide a las mujeres en dos grupos bien claros: mujeres buenas y mujeres malas, el amor sagrado (familiar) y el amor profano (la prostituta, la hetaira, la bailarina, la geisha, etc.)
Tanto unas como otras están al servicio del varón y son propiedad de él.

El hombre ocupa el espacio público, que es su medio propio, y utiliza el espacio privado como zona de descanso; la mujer ocupa el espacio privado exclusivamente. Los mundos de ambos quedan absolutamente separados, así como las tareas que se le asignan.

La transmisión de los genes de cada varón debe ser asegurada por el encierro y sujeción de las mujeres a las que tiene acceso y por el pacto de la fratría, es decir, entre los varones iguales, que acuerda la prohibición de acceso a las mujeres o mujer propiedad de otro. Las transgresiones son duramente castigadas. Se arbitran toda una serie de medidas represivas, más o menos violentas según el grupo, para enseñar a la mujer su papel social y para impedir transgresiones. Ejemplos: mutilación genital, castigos infamantes, humillantes o terriblemente dolorosos, incluida la muerte, deformaciones inducidas, vestiduras aparatosas e incómodas, medicalización del cuerpo femenino, etc.

En caso de conflicto entre varones, las mujeres del enemigo son bienes a destruir, mediante la muerte o mediante la violación (esto último las inutiliza como reproductoras transmisoras de genes masculinos).

Bien, estos son los principios más antiguos, los antropológicos, en que se basa la situación de la mujer según un sistema social que subyace y antecede a cualquier otro, que es el patriarcado. Les voy a ahorrar la historia de cómo ese patriarcado ha ido evolucionando, adaptándose unas veces a nuevas condiciones sociales, luchando abiertamente contra cualquier cambio o imponiéndose con firmeza en algunos casos. Ustedes sabrán de sobra los restos, que son más de los que imaginamos, que quedan en nuestra sociedad, y sabrán también que es el sistema establecido firmemente en ciertas capas sociales poco educadas o del mundo rural, y, desde luego, en ciertos países de nuestro mundo actual. Ustedes saben que persisten las violaciones masivas en caso de guerra (antigua Yugoslavia, Ruanda, Sudán, etc.), las mutilaciones genitales femeninas (parte de África), las lapidaciones y los latigazos para las adúlteras (Arabia Saudí, Yemen, Nigeria).

No podemos negar que nuestro mundo occidental es otra cosa y ustedes se preguntarán a qué se debe que nuestro sistema esté cambiando tan rápidamente. La historia comienza hace dos siglos, aunque ya había habido mujeres heroicas que anteriormente se rebelaron contra el patriarcado y por desgracia acabaron encerradas de por vida en monasterios o mazmorras o quemadas públicamente en la hoguera. En el mejor de los casos, marginadas, ridiculizadas y despreciadas. Pues bien, hace dos siglos, unos ciudadanos europeos, concretamente franceses, se dedicaron a limpiar la hojarasca cultural, política y social que ocultaba un hecho básico no visto hasta entonces: todos los hombres nacen iguales, son hijos de este mundo y en lo básico no hay diferencias entre ellos. Proclamaron la igualdad, la fraternidad y la libertad y cortaron muchas cabezas en nombre de estas tres damas. Lo principal es que hicieron una buena tarea de clarificación. Sin embargo, se les olvidó algo, creemos todavía que intencionadamente. Cuando proclamaron los Derechos del Ciudadano, las mujeres se pusieron muy contentas, porque siempre les habían dicho que el masculino era inclusivo, o sea, que cuando se decía el Hombre, eso incluía también a la mujer, y así y así con todo. Fueron las mujeres francesas y reclamaron sus derechos como “ciudadanos”, pero entonces les dijeron que no, que aquello era sólo para los varones, porque ellas pertenecían a la Naturaleza y no a la Cultura y, por lo tanto, siendo los derechos humanos cosa de cultura, ellas no los tenían. Y con eso y dos cosillas más empezó lo que se llama el Feminismo. O sea, una rebelión pacífica, una revolución silenciosa y a veces silenciada, que no ha derramado ni una gota de sangre en su lucha, pero que sí ha dado unas cuantas mártires, para empezar las cien mujeres asesinadas a sangre fría por su patrón en un almacén textil por pedir reducción de su jornada laboral y en memoria de las cuales se celebra el 8 de marzo cada año. De esa revolución y rebelión femenina, en varias oleadas de mujeres feministas, vienen los derechos, muchos o pocos, que ahora tenemos; de ahí viene la igualdad, mucha o poca, de la que disfrutamos.

Esta emancipación de la mujer, que anula muchos, si no todos, los principios patriarcales, ha provocado reacciones muy diferentes entre los hombres como grupo y como individuos. El desconcierto es una de ellas, porque ahora no saben ser iguales o no saben qué papel les toca. Pasar del dominio a la igualdad no es fácil; sí lo es el proceso contrario. La ironía y la ridiculización, el desprecio, es otra reacción normal, pero mientras miran para otro lado y dejan las cosas correr. Otro grupo se ha puesto manos a la obra a cambiar su mentalidad, a colaborar, con sus limitaciones, como nosotras también las tenemos, pero conscientes de que reparan así una injusticia histórica. Lo peor es que las mujeres ponemos cada año cerca de cien vidas en esta evolución, sin hablar de los miles de vidas de mujeres estropeadas y frustradas sin llegar a la muerte, pero que malviven acosadas por una relación que las hunde y las machaca y no les permite ser libres y a veces ni siquiera humanas en el amplio sentido de la palabra. ¿Qué está pasando? Miren ustedes, estas vidas perdidas definitivamente o en un lento declinar, se las llevan por delante algunos hombres. Les llaman maltratadores. Lo son, sin duda. No crean que son drogadictos, alcohólicos o enfermos mentales. Si les diera la lista de profesiones y de clase social de los asesinos de mujeres en el último año, verían que no va por ahí la cosa, sino que de todo hay en ese grupo y no son mayoría precisamente los marginales. Yo, sencillamente, les llamo terroristas del patriarcado. Porque estos días está muy en candelero una definición de terrorista, por la cumbre de Madrid, sin ponerse de acuerdo, pero el DRAE lo dice bien claro en dos acepciones:

1. Dominación por el terror.

2. Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror.


Miren ustedes si esto no responde al estado de la cuestión en violencia de género. Les voy a explicar brevemente el mecanismo. Vivimos todavía en una sociedad patriarcal, lo crean o no. Las leyes al menos no son patriarcales: defienden la igualdad y la legislan. Lo malo es que nada ocurre porque una ley lo mande. Sólo se nota claramente que existe esa ley cuando se infringe, y no en todos los casos (piensen en los salarios diferentes para hombres y mujeres en la empresa privada, lo que está estrictamente prohibido por ley y en otros muchos casos). La sociedad, el mundo laboral y otras estructuras se van renovando y la mujer ha pasado de ocupar exclusivamente el espacio privado a entrar también en el público. La educación, negada a las mujeres durante milenios, llega a todas las niñas y jóvenes, igual que para sus compañeros varones. Todo esto va por un lado, pero la mentalidad social va por otro. Ellos se resisten al cambio de mentalidad y muchas de nosotras también estamos ancladas en formas, actitudes e ideas del pasado. Cambiar las leyes cuesta unos meses, cambiar las mentalidades cuesta siglos. Se calcula que, siguiendo al ritmo de avance que llevamos en el mundo occidental, en unos cuatrocientos años se habrá logrado la igualdad real entre mujeres y hombres. Mientras tanto, ya lo sabemos, ellos se resisten y algunos con verdadera violencia. ¿Por qué? Veamos las razones: consideran a la mujer aún con los viejos esquemas del patriarcado, un medio reproductivo propio, una propiedad privada de un solo hombre, alguien que no es igual a uno mismo, alguien sobre quien se ejerce dominio, y en los casos más montaraces, alguien que es débil por naturaleza. Naturalmente uno no le consentiría nunca a un ser así, inferior y a nuestro servicio, que tomara iniciativas. Si quiere trabajar, que trabaje, un servicio más que presta. Pero nada más. Para eso están los celos, que muchos hombres y mujeres consideran prueba de amor y no es más que el viejo rastro del pacto de la fratría y la transmisión de genes. Para eso, a estas alturas de civilización, está el chantaje del amor en sus diferentes variedades: te mato porque te amo, no te dejo libertad porque te amo, estás conmigo porque te amo, si me dejas moriré, si me dejas morirás, etc. Los sentimientos del otro ser humano, sus iniciativas, su libertad y autonomía no son consideradas. Esto no es sino una cosificación de la mujer y en muchos casos, en los peores, una animalización de la mujer, que es tratada como un animal doméstico. El extremo máximo es el asesinato; los malos tratos físicos, frecuentes u ocasionales, es el siguiente grado; el insulto, el desprecio, la humillación es el grado siguiente, y en todos los casos todo esto revierte en una autoestima de la mujer bajo mínimos que la conduce al sometimiento, síndrome que está estudiado en prisioneros de guerra y en torturados, y del que cuesta muchísimo librarse, siempre con tratamiento psicológico y a veces psiquiátrico. ¿Qué pretenden conseguir con esto, incluso sin ser conscientes de ello? Sencillamente lo que dice el DRAE: dominación. Nada en esta vida destruye más a las personas y las hace más sumisas que el miedo. Naturalmente, no basta con un solo acto de terror, sino que para que surta su efecto tiene que ser “una sucesión continuada de actos para infundir terror”. Ustedes saben cómo actúan los grupos terroristas por desgracia. Y dirán ustedes que estos hombres no son un grupo organizado. No lo son ahora, pero históricamente lo han sido, y estos individuos, que son algunos miles en nuestro país, son los remanentes de un sistema que estuvo en vigor durante milenios. Pertenecen al pasado, son restos del pasado, pero mantienen intacto el principio patriarcal más primitivo. Han transformado su agresividad natural en violencia, siempre injustificada, fuera en la época que fuera, pero ahora ya sin base social alguna, si prescindimos de la conservación por inercia de las mentalidades que parecen superadas.

¿Cómo se soluciona esto? Logrando la igualdad real. Diferentes soluciones se nos plantean:

A largo plazo, educación, educación y, sobre todo, coeducación, que no es criar a los niños y niñas juntos solamente, sino educarlos en la igualdad, en la corresponsabilidad en las tareas, en la eliminación de privilegios, valoraciones, premios y castigos en función del sexo, ofreciendo modelos masculinos y femeninos igualitarios y respetuosos, educando en una sexualidad sana y sensata, y dándoles una buena educación sentimental, lejos de ñoñerías y exhibiciones, y un largo etcétera de trabajo educativo que se puede hacer con las personas jóvenes. En esto, deberíamos estar implicados el profesorado y la familia, pero yo me atrevería a decir que la familia debería tener un peso decisivo.

A medio plazo, medidas sociales de igualdad: legislación avanzada, servicios sociales, reducción del paro femenino, discriminación positiva, paridad política, política de paternidad y maternidad protegida, etc.
A corto plazo, la protección inmediata de las víctimas mediante medidas severas de alejamiento, casas de acogida, y demás medios que se puedan poner, y el castigo legal más severo para los delincuentes, violentos, maltratadores y terroristas de género.

De todos modos, según lo que hablábamos al principio, la verdadera erradicación de la violencia contra las mujeres sólo vendrá con la verdadera igualdad. Nadie se atreve con un igual.

No hay comentarios:

Publicar un comentario